Ella entró
y la vieja casa se cogía del corazón
ofendida,
pálida.
Ladraron unos perros.
En el campo,
por una ventana abierta de par en par, crujir de frío oí
unas cenizas.
Estaba descalza.
Oí cómo
la carne prieta
roza displicente la rudamente tejida
antigua
tierra,
y la risa,
cómo se escurre
por el brillante silencio de los años, bajo tres cuadros
a los que olvidé
poner
cara a la pared.
Miraban afligidos.
Y la casa, lívida, los levantó contra mí
y sordamente
oscuramente rugía,
como buscando alguna maldición.
Tres hermanos de caqui. De ellos solamente mi padre
guardaba aún el ramillete de despedida de recluta
y con tristeza solía leer en la cubierta desvaída:
JOSÉ Y SUS HERMANOS -
Y mamá enteramente de blanco resplandeciente en medio del
pueblo. Por allí iba -a Lídice 1- de damita de honor
a la boda de alguien, que murió demasiado joven.
Y la excursión a Okor.
Donde último de todos
a los muros caídos abrazo
y lloro, infeliz, que de todos los castillos
se vuelva otra vez andando a casa..
Retrocedí hacia ella.
Y ella, erguida, junto a su corazón
ajustó el cinturón
hasta
ahogar su aliento
y apretaba más
y más -como si quisiera partir en dos
mi oscuro mundo,
delante del cual me había arrodillado.
la cabeza
en medio de alguna parte donde, bajo la ola
se podía presentir
mi Mar Negro.
Me apartó.
«¡No sea malo!»
rió. Y la risa, heladora, levemente temblar
le hizo
como
a un pez aterciopelado.
Fuera, tras la ventana se preparaba la cacería.
Las escopetas de tres en tres,
silenciosas y relucientes,
como si de una real cacería se tratara-
Y mi madre lloraba. Y el llanto joven
temblaba de temor de que alguien oyese
que aún vivo aquel
por el que llora-
Y los hermanos cantaban, cintos al viento-
Y e castillo de Okor me ofrecía una piedra
como almohada, para estar más cerca de él
y perdonarle la verdad-
La tomé
en mis brazos. Estaba allí como una cruz, pesada y
dócil.
y suavemente
me golpeaba
en la espalda
y en los hombros, luego también en los ojos, quizá para que
no viera
cómo en mis manos
desde una oscuridad blanca
de encajes
se agalopan dos cálidos pechos. Respiraba por la boca.
«¡No son suyos!»
Y seguía golpeándome.
Ya menos.
Como si ya curiosa contara cuántos dedos vivos
hay en cada mano.
Besé
la sangre helada.
Y el más joven de los hermanos quedó
atrás -entre los dedos un real-
junto al pozo arrodillado sigilosamente contaba,
los ojos perdidos en el cielo, donde
encima del mercado calada quedó una estrella-
Y bajo el castillo los niños dormían. Y sobre mí
relampagueó en el cielo un estandarte plateado-
casi grité, temeroso
de perderme la llegada del rey-
A los pies de mi madre el espejo se hundió-
Por el paisaje vacío venían los cazadores
desde los cuatro vientos y no se veía a nadie
que quisiera escapar
a la líquida rueda de la muerte-
Estaba en mi poder.
Pero a la vez ladrona. Toda ella hecha de saltos. Y toda
esquiva
como
médula de sáuco.
Abrí con la ayuda de las piernas.
Y la sangre, que quedó aprisionada
en los paladares
y en las ingles
se arrojó
contra mí
e inundó mis ojos «¡No consigue nada!¡No consigue
nada!»,
gritó
susurrando
y con los muslos me golpeaba,
hasta quedar exhausta. Hasta que a esa oscura oscuridad
dentro de ella
le saltaron
las lágrimas.
El castillo de Okor ardía. El humo como un búho
níveo con el ala chamuscada en la torre batía
y el rey ciego me tomó y -trastornado
de horror- me llevó en sus brazos
hacia las llamas más altas-
Y afuera los cazadores cerraban ya el círculo.
Los perros aullaban, enloquecidos, y en la tierra arada
no fluía, helada, ni gota de sangre-
Los tres hermanos de pie bebían en tres
vasos de cristal grueso-
Y en el pueblo por el llanto se espantó
el caballo funerario y la más bonita
blanquita dama de honor en vano
quitaba el lodo de sus zapatos y capa-
Se acariciaban
ya tan sólo los árboles. Vacíos de Dios, apagados,
yacimos
uno al lado del otro,
como dos candelabros,
aún calientes,
como dos candelabros después de la Resurrección.
«Ves», dijo ella.
«Ya lo tienes todo».
«Ves, ves»
haciéndome carantoñas
los pies en cruz junto a mi cabeza, como si
todo en mí
deprisa, deprisa
enterrara.
El entierro finalizaba. Alguien atrás pisoteó
sin querer el espejito, en él quedó atrapado
el miedo de mamá -y el cielo-
Y los tres hermanos junto a los tres vasos bajaban
sobre la mesa entre las manos la cabeza
más pesada que medio mundo-
Okor humeaba-
Los cazadores en la ventana cerraron filas, hasta que
en apretado, ansioso pelotón les salían jorobas
en los hombros. Cargaron. Apuntaron.
Indefensa, la tierra de Bohemia
empezó a tapar su boca con la hojarasca-
Grité.
Y no me oí. De todos los dones, que me fueron concedidos,
quedó el grito,
que
sólo la muerte suele oír-
cuando se le desgarra el corazón a los vivos.
- Lídice, pueblo de Bohemia Central, que fue víctima de una operación de castigo por los nazis en represalia por el atentado a Heidrich. Protector de Bohemia nombrado por el III Reich. Todos los hombres de Lídice fueron fusilados y las mujeres y niños internados en campos de concentración. ↩
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